lunes, 16 de abril de 2007

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MANUELA BELTRAN
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domingo
15 de abril 2007 UCC V.S TRANSEJES
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MANUEL BELTRAN
LA REVOLUCIÓN DE LOS COMUNEROS
CRIOLLOS y españoles. El poder político y el poder económico. - La riqueza frondista. - El Marqués de San Jorge. - Las "sesenta personas". Génesis de una oligarquía. - Conflictos entre el Virrey y el Visitador. - La presencia del pueblo. - ¡Viva el Rey y abajo el mal gobierno! - Manuela Beltrán. - Las coartadas. - Plata y Barbeo. - Los criollos arrepentidos. - José Antonio Galán, personero de los desheredados. - Indigenismo. - Cosecheros y campesinos. - Libertad de los esclavos. - Se prepara la reacción.
AUNQUE la política colonial borbónica afectaba indistintamente a todas las clases sociales americanas, las primeras manifestaciones de resistencia a ella se hicieron sentir en el marco de los estamentos acaudalados, porque el arbitrismo despótico de la Metrópoli condujo al rápido recrudecimiento del antiguo antagonismo entre criollos y españoles, antagonismo cuya eficacia perturbadora dependía de que los dos estamentos representaban, respectivamente, los poderes más importantes de la sociedad colonial: los españoles el poder político y los criollos el poder económico.
Las causas de esta dicotomía social se comprenden fácilmente si se tiene en cuenta que los criollos eran los descendientes de los conquistadores y encomenderos y de ellos habían heredado sus vastas propiedades, al tiempo que el núcleo español estaba constituido por los funcionarios públicos - a quienes la legislación indiana tenía prohibido emprender negocios en la jurisdicción donde desempeñaban sus cargos -, y por los emigrantes peninsulares que llegaban periódicamente al Nuevo Mundo, quienes sólo de manera excepcional eran poseedores de gran fortuna.
Resulta comprensible, por tanto, el resentimiento que sentían los criollos al verse sistemáticamente excluidos de los altos cargos de la administración, no obstante la preeminencia social que les daba su riqueza, al tiempo que dichos destinos eran desempeñados por españoles sin los antecedentes sociales ni la fortuna de que tanto se envanecían los grandes señores de la oligarquía criolla. «No era esto lo peor, - dicen Jorge Juan y Antonio Ulloa - la elección de los funcionarios (por la Monarquía) era todavía más provocadora. El ayuda de cámara de un secretario de Estado estaba seguro de hallar premiada su adulación con un gobierno en América; el hermano de una dama cortesana, bajo la protección de algún grande, iba de intendente a un provincia; el leguleyo intrigante, que había servido de instrumento para lograr el deseo de algún favorecido de la Corte, era nombrado Regente u Oidor de una Audiencia; y el barbero de alguna persona real estaba seguro de ver a su hijo, hecho, a lo menos, administrador de una aduana principal».
El antagonismo entre los españoles y los criollos se tradujo pronto en una sobrevaloración, por parte de los dos estamentos, de las principales características de que cada uno de ellos podía ufanarse. Los criollos se vanagloriaban de sus riquezas y procuraban adquirir carteles de nobleza, al tiempo que los emigrantes peninsulares se envanecían de la pureza de su sangre española y no desperdiciaban oportunidad para acusar a los americanos de estar manchados por la tierra. «La vanidad de los criollos dicen los autores de las "Noticias Secretas" de América - y su presunción en punto de calidad se encumbra tanto, que cavilan continuamente en la disposición y orden de sus genealogías, de modo que les parece no tienen que envidiar nada en nobleza y antigüedad a las primeras casas de España; y como están de continuo embelezados en este punto, se hace asunto de él en la primera conversación con los forasteros españoles recién llegados, para instruirlos en la nobleza de la casa de cada uno; pero, investigada imparcialmente se encuentra a los primeros pasos tales tropiezos que es rara la familia criolla donde falte mezcla de sangre (con indios o con negros) y otros obstáculos de no menor consideración. Es muy gracioso lo que sucede en estos casos, y es que ellos mismos (los criollos), se hacen pregones de sus faltas recíprocamente porque sin necesidad de indagar sobre el asunto, al paso que cada uno procura dar a entender y hacer informe sobre su propia prosapia, pintando la nobleza esclarecida de su familia, para distinguirla de las demás que hay en la misma ciudad, saca a la luz todas las flaquezas de las otras, los borrones y las tachas que oscurecen su pureza, de modo que todo sale a la luz ».
La rivalidad entre criollos y españoles tuvo, en las postrimerías del período de los Austrias, caracteres no poco ásperos, pero no alcanzó a implicar una amenaza seria para el orden público, porque el descontento de los magnates americanos contra las autoridades fue sobreabundantemente compensado por el entusiasmo y lealtad que otorgaban las masas de la población nativa a la Corona, en reconocimiento, de la protección que de ella recibían contra los abusos de la poderosa oligarquía criolla, dueña de la riqueza. Este equilibrio se encargó de destruirlo la política colonial de la dinastía borbónica, política que provocó un nuevo tipo de conflicto en América, conflicto que no entrañaba ya una controversia entre la Corona y las clases privilegiadas, sino una divergencia revolucionaria entre la Metrópoli opresora y todas las zonas de opinión de sus posesiones de Ultramar. En la medida que la Monarquía perdía su prestigio en la gran base popular de las sociedades americanas, los criollos adquirían la posibilidad de defender su riqueza y sus prerrogativas feudales, bajo el cómodo disfraz de defensores, aparentemente desinteresados, de los intereses comunes de la población americana.
Comenzaron entonces a producirse en el Virreinato las primeras fricciones serias entre criollos y españoles. Fue el Marqués de San Jorge, el más rico y eminente de los personeros de la oligarquía granadina, quien figuró en la primera línea del conflicto, no sólo por el poder de que disponía, sino porque su posición económica y social hizo de él un blanco favorito para los desacatos y frecuentes ofensas de los españoles.
No sobra referir aquí algunos de los antecedentes familiares y sociales de este personaje en quien se encarnó, con todas sus virtudes y defectos, el espíritu de fronda de la oligarquía criolla. El fundador de la familia en el Nuevo Reino fue don Jorge Miguel Lozano de Peralta, natural de Tarazona, antiguo Oidor de la Real Audiencia de Santo Domingo, promovido en 1721 a la Real Cancillería de Santafé, con el cargo de Oidor y Alcalde del Crimen. De su matrimonio con doña Bernarda Varáez tuvo un hijo, Antonio Lozano, quien contrajo matrimonio en Santafé con doña Josefa de Caycedo, uniéndose así el nombre de Lozano al de una de las más ilustres familias criollas del Reino. De este matrimonio nació don Jorge Miguel Lozano, futuro Marqués de San Jorge, y su abuelo, el Oidor, constituyó en su beneficio, por medio de testamento, un valioso Mayorazgo, vinculado en Tarazona. Como herencia de su madre recibió don Jorge Miguel el Mayorazgo de la Dehesa de Bogotá, cuyos orígenes se remontan a las primeras Encomiendas repartidas por Quesada y confirmadas por el Adelantado Lugo. « Tal vez un historiador minucioso - dice Camilo Pardo Umaña - pudiera precisar los términos que ocuparon en la Sabana las primeras Encomiendas. Pero hay una, la del Alférez Real de la conquista, capitán Antón de Olalla, tronco que fue de muchas de las principales familias de la aristocracia bogotana, que merece una explicación a espacio, ya que de ella nació e Mayorazgo de Bogotá, la primera y más importante hacienda de la Sabana, de nombre "El Novillero", cuyos términos abarcaron casi en su totalidad los actuales municipios de Funza, Serrezuela y Mosquera. El Alférez Real obtuvo su título definitivo y la Encomienda de Bogotá del Adelantado Alonso Luis de Lugo. Más tarde contrajo matrimonio con doña María de Orrego y Valdaya, de la nobleza de Portugal, quien fue una de las primeras damas que vino a la naciente ciudad de Santa fé y de ellos fue hija la célebre encomendera de Bogotá, doña Gerónima de Orrego y Castro, por quien bebieron los vientos el Oidor don Francisco de Auncibay y don Fernando de Monzón, hijo del Visitador Real don Juan Bautista de Monzón... Casáronse don Fernando y doña Gerónima en 1581, y a las pocas semanas murió aquél, víctima de perniciosa calentura y sin dejar descendencia. Doña Gerónima soportó corta viudedad y contrajo de nuevo matrimonio con el Almirante de la armada don Francisco Maldonado de Mendoza, quien con sus propios bienes y con los cuantiosísimos de su esposa fundó el Mayorazgo de la Dehesa de Bogotá, que posteriormente pasó a su hijo Antonio, después a su nieta María, y así sucesivamente hasta llegar a don Jorge Miguel Lozano de Peralta y Varáez Maldonado de Mendoza y Olalla, octavo poseedor del Mayorazgo ».
Desde el año de 1754, fue nombrado el señor Lozano regidor del Cabildo de Santafé y poco después se le designó Alférez Real. Durante el desempeño de su cargo de Regidor y aún posteriormente, don Jorge Miguel tuvo no pocos conflictos con las autoridades por razón del monopolio de abasto de carnes de la ciudad de Santafé, monopolio que detentaba su famosa hacienda "El Novillero". La intervención de las autoridades de la esclavitud de la raza negra; ni las Encomiendas dadas por los conquistadores habían echado tan hondas raíces que las hicieran resistir a los impulsos de la libre raza andaluza y a la lógica igualadora de la división territorial. Pero, en cambio, los que en el Socorro se tenían por hidalgos mostraban acaso más orgullo que en ninguna otra parte, por lo mismo que veían en la actividad industrial y artesanal del pueblo y en la división del suelo unos elementos de futura igualdad, de elevación de los humildes o de ascensión de los plebeyos. Esta perspectiva de un futuro cambio de situación social era como una grave provocación y amenaza para los hidalgos, los que se vengaban con cierto recrudecimiento de altivez, orgullo y desprecio por los plebeyos ».
En éste relato del señor Samper está bien descrita la grave contradicción, en cuyo marco se iba a frustrar el magno movimiento de los Comuneros. Los grandes señores de la oligarquía criolla, lo mismo en el Socorro que en Santafé, formulaban severas críticas a las autoridades del Virreinato, pero en manera alguna estaban dispuestos a fraternizar con la plebe, como llamaban despectivamente al pueblo, ni a convertirse en los voceros de sus aspiraciones. Los desheredados querían tierras y esas tierras habían sido monopolizadas por las grandes familias criollas, tanto en la Sabana, como en el Socorro, el Saldaña, Neiva, Popayán y Tunja. Los indios ambicionaban disfrutar de sus Resguardos y evitar que ellos continuaran "demoliéndodse", y los criollos eran, por el contrario, los principales favorecidos por esa "demolición", que les había permitido rematar las tierras de los Resguardos y tener una masa creciente de campesinos indígenas forzados a alquilar su trabajo en las grandes haciendas. Los humildes esperaban que las autoridades, como en otras épocas, los defendieran contra los abusos de los grandes terratenientes criollos y éstos reducían sus ambiciones a que se les nombrara en los altos cargos administrativos y políticos, precisamente para conjurar todo peligro de que el gobierno otorgara protección a los desposeídos o defendiera a los indios.
Sólo los abusos del Visitador Gutiérrez de Piñeres habían establecido un esporádico vínculo de solidaridad entre la oligarquía criolla y el pueblo, porque ambos sufrían las consecuencias de la política fiscal de la dinastía borbónica. De resto puede decirse que nada aproximaba los intereses de los desheredados a las aspiraciones de los grandes magnates criollos y que la sabiduría popular había definido bien la situación social del Virreinato, en el siguiente romance de la época:
El rico le tira al pobre;al indio que vale menos,ricos y pobres le tirana partirlo medio a medio.
A principios del año 1780, cuando la maquinaria fiscal comenzaba a operar con su máxima eficacia en las provincias de Santafé, Tunja, Popayán, Pasto y el Socorro, se produjeron las primeras manifestaciones de la resistencia popular contra los nuevos tributos y el 21 de octubre de ese año hubo motines, alborotos y protestas en Mogotes, Simacota, Barichara, Charalá Onzaga y Tunja. Los informes enviados a las autoridades de Santafé presentaban caracteres tan alarmantes que el Visitador decidió hacer algunas concesiones y suprimió los impuestos al algodón y a los hilados. De poco sirvieron estos modestos paliativos y el 16 de marzo de 1781 ocurrieron en la ciudad del Socorro una serie de actos revolucionarios, que sirvieron de preludio al definitivo desencadenamiento del furor popular. Como el 16 era día de mercado, las autoridades de la Villa juzgaron oportuno fijar en los muros de la Casa Municipal el Edicto con los nuevos impuestos y ello produjo airados gritos de protesta de la multitud reunida en la plaza, sin que el Alcalde, don José Angulo y Olarte, pudiera contener las expresiones de desacato contra las autoridades ni calmar los murmullos amenazadores cuya rápida propagación anunciaba el estallido de la tempestad. Inútiles fueron los esfuerzos que en el mismo sentido realizó el más acaudalado de los vecinos criollos de la localidad, don Salvador Plata, quien temía mucho al desenfreno de la plebe, no obstante su descontento con las providencias del Visitador. « Este don Salvador - dice Germán Arciniegas - es de los Platas ricos que hay en la comarca; ellos compran y venden esclavos, rematan rentas, tienen solares, casas, tiendas, pelean entre sí como buenos ricos, se hacen traiciones, se rascan la cabeza cuando pierden unos reales, y la panza cuando ganan muchos pesos ».
Cuando don Salvador procuraba calmar a la multitud, sirviéndose de la influencia que tenía sobre ella por sus anteriores protestas contra los impuestos, entró en el recinto de la plaza un grupo de vecinos exaltados, tocando tambores y dando gritos contra los tributos y una mujer humilde, Manuela Beltrán, se aproximó al muro donde se había fijado el Edicto, lo arrancó violentamente y arrojó los pedazos al aire con inequívoco ademán de desafío a las autoridades locales, que atónitas presenciaban la escena.
El gesto de Manuela Beltrán comunicó su propia audacia a la ira contenida de la multitud y millares de gentes hicieron sentir, entonces, el terrible poder de un pueblo enfurecido. Los almacenes de los estancos fueron asaltados; los funcionarios perseguidos por las calles y sus casas convertidas en objeto de saqueo; las campanas se echaron al vuelo; los depósitos del Estanco del aguardiente fueron invadidos y se insultó a los pocos sacerdotes que trataron, con sus prédicas, de calmar los ánimos. « Desde aquel día - dice el historiador Restrepo - cesó la obediencia a las autoridades legítimas y mandaron gentes oscuras de la plebe... Rotas las vallas del antiguo respeto que los habitantes del Socorro y San Gil tenían por justicias y autoridades reales, ya no conocen freno alguno que los contenga. Fuerzan las cárceles y dan libertad a los presos; se apoderan de las administraciones del tabaco, del aguardiente, de alcabalas y demás rentas reales... ».
Cuando la energía revolucionaria del pueblo comenzaba a agotarse en la rutinaria repetición de actos de violencia y saqueo, llegó a la Villa del Socorro José de Alba, quien traía, con destino a don Dionisio Plata, un romance de versos mediocres escrito por el fraile Ciriaco de Arcilla, por encargo del Marqués de San Jorge, según parece. De tal romance se apoderó el portero del Cabildo, Juan Manuel Ortiz, y poco después se le vio recitando sus estrofas en las calles y finalmente en la plaza, ante la multitud que se congregó para escucharle. La exaltación de los ánimos llegó entonces al pináculo y de nada sirvió que los magnates criollos se reunieran en el Cabildo y suspendieran la vigencia de algunos de los tributos más detestados por el pueblo. En el Socorro no se durmió esa noche, porque bandas de gentes ebrias recorrían las calles entonando las estrofas del padre Arcila:
«Viva el Socorro y viva el Reino enterosi socorro al Socorro le prestare ».
La marea de la revolución comenzó a extenderse como un incendio que avanzaba sobre yerba reseca. Al grito de ¡Viva el Rey y abajo el mal gobierno! estallaron motines y levantamientos en San Gil, Simacota, Charalá, Mogotes y fácilmente fueron sojuzgadas las poblaciones aledañas que intentaron oponer resistencia a la dinámica expansiva del movimiento popular. Las dimensiones mismas de la sublevación obligaron a pensar en la necesidad de darle un comando central y adoptar objetivos de lucha común y para el efecto se acordó celebrar una reunión en el Socorro, el día 16 de abril, a la que debían concurrir los representantes de los distintos pueblos y villas sublevadas.
Pudieron entonces apreciarse, con todo su dramatismo, las radicales divergencias que separaban a las masas del pueblo de los orgullosos magnates de la oligarquía criolla, a quienes el dominio de las calles y de las plazas por las multitudes enfurecidas llenó de temor, de manera que comenzaron a reconsiderar su tímida participación en las primeras fases de la revuelta y a retroceder ante los desarrollos de aquel movimiento de inconformidad, cuyo rumbo estaba jalonado de peligrosas incógnitas. Fue Juan Francisco Berbeo quien demostró, en aquellos días, menos temores y reservas ante los actos desafiantes de la multitud y ello explica su popularidad y la manera unánime como, el 16 de abril de 1781, fue designado por los representantes de los pueblos Capitán General del Común. « Por la declaración de don Fernando Pabón y Gallo, distinguido miembro de la nobleza criolla de la ciudad de Tunja - dice el historiador Cárdenas Acosta - nos hemos informado de que el cura del Socorro, doctor don Francisco de Vargas, afirmaba que Berbeo residía de ordinario en su casa del paraje de Las Monjas, en el distrito de la Villa del Socorro; que con motivo de sus frecuentes visitas a Santafé se hallaba, mejor que otros, informado de los progresos de la rebelión incásica; que se suponía fuese en el Socorro el cabecilla principal de la insurrección, por ser hombre resuelto y valeroso, a la par que diestro en el manejo de las armas, como se mostró en las expediciones contra los indios carares y yarenguíes; que ejercía gran influjo en la plebe; que había recorrido el territorio de las provincias de Tunja, Santafé y los Llanos; que había viajado, por el Zulia, a la ciudad de Maracaibo y de allí a la isla de Curazao; que en el Istmo de Panamá visitó las ciudades de Chagres y Portobelo, de donde regresó a Cartagena y subió por el río de la Magdalena hasta la boca del Lebrija, por donde salió a la ciudad de Girón. Era, pues, Berbeo, hombre resuelto y valeroso y conocía, a lo menos en parte, el territorio donde había de desarrollarse la revolución ».
Como Berbeo estaba bien enterado de las dudas y temores que aquejaban a los principales magnates del Socorro, exigió como condición para aceptar la jefatura que se le designara una junta asesora, de la cual formara parte don Salvador Plata, la perrsonalidad más destacada de la oligarquía criolla socorrana, con lo cual pretendía comprometer en la revuelta a la clase dominante de la provincia. Desde entonces comenzó Berbeo a demostrar que no estaba dispuesto a acaudillar una revolución popular sino a representar, ante las autoridades, los intereses de la oligarquía criolla. Ello explica la impasibilidad con que contempló cómo la multitud rodeaba la casa de don Salvador Plata y obligaba al aterrado magnate a aceptar una de las Capitanías de la revolución. «Vienen en tropel los sublevados a nuestras casas - diría Plata - y enfurecidos hasta el exceso nos ponen a la tortura de admitir sus Capitanías o de morir con nuestras mujeres y nuestros hijos. Resistimos como es notorio, y lo es también que no pudimos disuadirlos ni con ruegos ni lágrimas de que todos nos valimos, ni yo con la gratificación de quinientos pesos que les ofrecí para que me excusaran».
Reforzado el comando comunero con el señor Plata, José Monsalve, Francisco Rosillo, Ramón Ramírez, Antonio Molina y Manuel Ortiz, procedió Berbeo a comunicar a sus compañeros los planes que, en su concepto, podían servir mejor para conseguir de la Corona las concesiones ambicionadas por los criollos y contener, al mismo tiempo, los ímpetus del populacho, manifestados en forma tan peligrosa en los últimos días. Fruto de este cambio de ideas, fueron las comunicaciones enviadas por Berbeo y los regidores del Socorro al Virrey Flórez para informarle de la gravedad de la situación y solicitarle que accediera a algunas de las peticiones del pueblo, a fin de que a éllos les fuera posible calmar los ánimos e inducir a las gentes a acatar de nuevo las autoridades. «Por el informe que va de los capitulares de esta Villa - decía Berbeo al Virrey - conocerá V .E - en el estrecho en que nos hallamos, y que violentados hemos admitido el nombramiento que se nos hizo de capitanes, y con el fin de contener los desarreglados procedimientos que se habían experimentado, y ver si por medios de prudencias se puede conseguir la tranquilidad de estas repúblicas, mediante a que no podemos tratar, sin pérdida de nuestras vidas y pocos bienes de impedirles el intento, pues ni aún consienten en que se trate en ningún término, al menos que no sea el fin que ellos pretenden de quitar todo pecho y consumir a quien se los impida. Por lo que esperamos que la real piedad lo pacifique por medio de informe de V.E., y sin que se entienda que haber admitido las capitanías tenga en nosotros asomos de infidelidad a nuestro Monarca, Rey y señor, pues antes por fieles vasallos nos hemos sujetado a padecer las molestias que son de considerar en tan crítica circunstancia y ver que no han negado la soberanía y potestad de su Majestad, pues si así lo fuera, hubiéramos rendido la vida que admitir ese nombramiento. Por todo lo cual esperamos de la piedad de S.M. el remedio que se solicita».
Al tiempo que Berbeo se dirigía en estos términos al Virrey, las multitudes comuneras presionaban a sus jefes para que organizaran seriamente la sublevación y de la entraña del pueblo brotó el grito decisivo: ¡A Santafé! Fue ésta la consigna que espontáneamente se dio el pueblo en momentos en que sus jefes, representantes de la oligarquía criolla, sólo pensaban en servirse del temor que podían ocasionar a las autoridades los sucesos del Socorro, para conseguir ventajas personales y dirimir sus litigios con los peninsulares.
Mientras en la provincia del Socorro y aledañas se desarrollaban estos sucesos, las autoridades de la Capital no demostraban haber comprendido la crítica gravedad de la situación. Igual cosa puede decirse de las grandes familias criollas de Santafé, que no habían presenciado todavía el espectáculo del pueblo en las calles, y no economizaban esfuerzo para difundir noticias alarmantes «atizando el incendio - dice José Fulgencio Gutiérrez - por medio de pasquines que amanecían fijados en esquinas de parajes concurridos ». Mal informada la Audiencia de la magnitud e importancia de los acontecimientos, decidió enviar al Socorro al Oidor Osorio con la ridícula fuerza de cincuenta alabarderos bisoños y treinta soldados de la guardia del Virrey, portadores de doscientos fusiles antiguos destinados a armar a los vasallos leales que pudieran reclutar en la marcha.
Cuando la noticia de la expedición de Osorio llegó al campo comunero se trastornaron todos los planes de los oligarcas del Socorro, porque ella desató nuevamente el furor popular y las calles de la Villa se colmaron de turbas airadas que acusaban a los Capitanes de negligencia o de traición y les exigían ordenar la marcha inmediata de las multitudes sobre la Capital. A fin de evitar que la dirección del movimiento se les escapara de las manos y que las formidables montoneras sublevadas tomaran espontáneamente el camino de Santafé, Berbeo convino en que batallones formados por gentes de Oiba, Moniquirá y Mogotes salieran al encuentro del destacamento de Osorio y designé para dirigir esta operación a los Capitanes Rubio, Molina, Calviño y Araque. Igualmente ordenó Berbeo que se recogieran armas en todas las regiones sublevadas, se alistaran batallones, se les disciplinara diariamente y se pusiera término a la quema de los tabacos, a fin de reanudar las ventas y recolectar fondos para la revolución.
Las avanzadas del movimiento comunero, compuestas aproximadamente de unos cuatro mil hombres mal armados, se movieron con rapidez hacia el sur en busca del Oidor Osorio y consiguieron encerrar a las tropas de la Audiencia en el sitio denominado Puente Real. Después de algunas escaramuzas y de muchas deserciones, Osorio no tuvo más remedio que rendirse a discreción. « Las armas del Rey - dice Briceño - el pendón real, se abatieron por primera vez ante el pueblo».
Cuando uno de los ayudantes de Osorio, que logró escapar, condujo la noticia de la derrota a Santafé, el optimismo inicial de las autoridades desapareció y los relatos del ayudante con respecto al estado de ánimo de "la plebe alzada", atemorizaron a los magnates criollos de Santafé, pues todos se imaginaron que sus bienes estaban en peligro. Entonces el Marqués de San Jorge y el clan de grandes familias criollas de la capital corrieron a ofrecer sus servicios a la Audiencia, a sumarse a las fuerzas que protegían a la ciudad y a formar, por cuenta propia, algunos batallones. El Marqués de San Jorge se comprometió a reclutar hombres entre los trabajadores de sus haciendas y de "El Novillero" hizo traer cuatrocientos caballos para montar a las tropas que debían proteger a la Capital de la amenaza comunera. En el informe anónimo enviado desde Santafé al General Miranda se dice: « Se han juntado las tropas, acuartelado las milicias, alistado todo el Comercio, gremios y gentes del campo, y sobre todo lo más florido de la nobleza de esta Corte, siendo digno de una eterna alabanza el honor, la fidelidad, la alegría, con que a competencia se han presentado, alistado y. concurrido con la mayor puntualidad, constancia y brío todos los caballeros de esta muy noble y leal ciudad ».
Atemorizado el Visitador Gutiérrez de Piñeres al saber, por boca del ayudante de Osorio, que los sublevados pedían su cabeza en Puente Real, tomó apresuradamente el camino de Honda, con la intención de dirigirse a Cartagena, para que allí le protegieran las tropas del Virrey Flórez, cuyas prudentes observaciones nunca quiso tener en cuenta. Entonces el Cabildo y la Audiencia, reunidos en Junta de Tribunales, se encargaron del gobierno y las disposiciones que tomaron reflejan el pesimismo que dominaba a las autoridades en momentos en que todas las noticias daban por segura la solidaridad de los pueblos del Reino con la revolución y en la misma capital se sentían los efectos del movimiento comunero, como consta en el informe remitido desde Santafé al General Miranda: «Lo que sabemos - dice ese informe - es que la plebe en Santafé se halla contentísima y muy alegre con la venida de estos hombres (los comuneros), llamándolos sus redentores y amigos y porque la vienen a libertar de tantos pechos e impuestos que se les hacen ya imposibles».
Este conjunto de adversas circunstancias, decidieron a la Junta de Tribunales a convenir a que se entrara en conversaciones con los sublevados y se hiciera lo posible para dilatar, esas conversaciones hasta tanto que llegaran a la capital los refuerzos militares solicitados urgentemente al Virrey. Con seguido este objetivo, se pensaba, las autoridades se encargarían de revocar, en el futuro, los compromisos pactados en tan anormales circunstancias. Para el efecto se designaron como negociadores al Alcalde de Santafé, don Eustaquio Galavis, al Oidor Joaquín Vasco y Vargas y el propio Arzobispo de Santafé don Antonio Caballero y Góngora, de cuya pericia diplomática lo esperaban todo las autoridades de la Capital. A fin de facilitar las tareas de la comisión negociadora, la Junta de Tribunales decretó la rebaja del precio del tabaco elaborado, del aguardiente, y mandó «suprimir - dice Restrepo - el derecho de Armada de Barlovento y ordenó que la Alcabala se pagase, como antes, al dos por ciento ».
Consecuencias bien distintas tuvo en el campo comunero la noticia de lo ocurrido en Puente Real. La alegría fue inmensa y tanto en el Socorro como en las poblaciones vecinas se produjeron demostraciones de regocijo multitudinario y en aquella extensa zona sólo se escuchó el grito que sintetizaba las unánimes aspiraciones del pueblo: ¡A Santafé! Berbeo se dio cuenta de que sólo poniéndose al frente de los sublevados podía mantener el ascendiente que tenía sobre ellos, tanto más necesario cuando que entonces se supo en el Socorro que las avanzadas comuneras, se proponían continuar su marcha sobre la capital. En consecuencia dio la orden de movilización general y escribió al Oidor Osorio, como lo advierte Briceño, anunciándole que tomaba el camino de Santafé para " contener las gentes que querían invadir la Corte ".
Comenzó entonces uno de los más espléndidos espectáculos de nuestra historia. De las villas, las aldeas y las campiñas brotaron millares de personas, armadas de palos, viejos fusiles o instrumentos de labranza, que a lo largo de caminos y veredas se encaminaron a los acantonamientos principales de la masa comunera. Lo que en un principio fue delgada fila de insurgentes se convirtió pronto en inmensa avalancha humana, sobre la cual flotaba, como una bandera, el sordo rumor de las quejas nunca oidas, de los sufrimientos no comprendidos de los desheredados, de las viejas frustraciones de un pueblo que marchaba, en apretadas montoneras, en busca de su destino. El río de la revolución acrecentaba su caudal con las aguas de millares de riachuelos tributarios. «Los amotinados - dice un comentarista de estos sucesos - andan con el lodo a los tobillos, metidos entre pantanos, aguantando agua, frío y hambre... Cada cual ha traído para las jornadas cuanto ha podido. En mochilas y en zurrones vienen panelas, quesitos, botellas de aguardiente, terrones de sal, mazos de tabaco, maíz tostado, chicha. Los capitanes proveen de cualquier modo a los mantenimientos. En el Socorro, de la plata de los diezmos se sacaron mil pesos. Luego, en cada pueblo se toma de las Cajas, Reales lo que es preciso, ocupando los estancos a nombre dél común. De todo llevan los capitanes cuenta y razón. Pero la verdad es que la tropa se sostiene a sí misma, y menos con víveres que con entusiasmo. A veces duermen en las plazas de los pueblos, o debajo de los árboles con las ropas mojadas. Las mujeres van y vienen por pueblos y estancias, por trochas y caminos, llevando lo que sus manos diligentes pueden coger para que los rebeldes no mueran de hambre. Cuando no llueve, y el alto se hace a campo abierto, se prenden hogueras a cuyo amor los huesos se calientan y sueltan la lengua los menos tímidos echando al aire coplas obscenas, o simplemente picarescas, sin faltar nunca ni la alusión indecente al Visitador, ni los pomposos versos de la Cédula del Pueblo en donde se pone de tan mal color a Moreno y Escandón... ».
Berbeo tuvo el talento de comprender que no podía oponerse a aquella gran voluntad colectiva y contagiado también por el inmenso fervor popular, procuró ganarse a todos los pueblos que circundaban la ruta de la histórica marcha. En carta dirigida a los capitanes de Cerinza, les decía: « ¡Ya estamos en el empeño! ¡Animo, esforzados vecinos! Salga el cautivo pueblo del poder del Faraón! (Gutiérrez de Piñeres) ¡Viva nuestra Santa Fe Católica! ¡Viva nuestro católico Rey de España!».
En la medida en que la multitud avanzaba hacia Zipaquirá y engrosaba su caudal con el aporte de innumerables afluentes humanos, las aspiraciones de sus gentes adquirían nuevas dimensiones y en el interior de la masa comunera el espíritu del pueblo se radicalizaba hasta extremos insospechados. La rebeldía de los oprimidos tomaba la forma de protesta contra la miseria y de anhelo profundo, revolucionario, de cambiar las antiguas estructuras sociales. Este proceso de radicalización habría de adquirir extraordinarias resonancias políticas por la simultánea ocurrencia de sublevaciones semejantes en otras regiones del Virreinato y de la América española, las cuales acelerarían la dinámica social del movimiento comunero.
En los primeros meses del año 1781, el Gobernador de Popayán comisionó a don Ignacio Peredo para establecer en las provincias de Pasto y Barbacoas el Estanco del aguardiente y comenzar la construcción de la fábrica de elaboración del licor. Desde su llegada a Pasto, Perede "fue hostilizado en forma ruin por los vivanderos", según decía, y el Cabildo se mostró renuente a colaborar con el nuevo funcionario. Convencido Peredo de que ninguna ayuda le prestarían los Regidores, decidió efectuar la promulgación le los nuevos impuestos y del régimen del estanco por su propia cuenta y valiéndose del pregonero, hizo conocer al pueblo de Pasto las nuevas normas del estanco y la naturaleza y cuantía de los tributos decretados por el Visitador Gutiérrez de Piñeres. « Desgraciadamente para el comisionado - dice el notable historiador Sergio Elías Ortiz - la publicación del bando se hizo en el día menos oportuno, es decir en vísperas de la sonada fiesta de San Juan, patrono de la ciudad, que entonces se festejaba rumbosamente con misa solemne, paseo de estandarte Real, peleas de gallos, corridas de toros y otros regocijos públicos, con bebidas embriagantes y sus consecuencias. La ciudad estaba por ello rebosante de gentes de todos los pelajes y diversas regiones. Los indígenas de los alrededores habían acudido... y seguramente algún agitador anónimo de la época prendió la chispa en el pueblo con la noticia del estanco, de suerte que en el momento de darse lectura al Decreto estalló la protesta colectiva con gritos, brazos levantados y amenazas de muerte. El doctor Peredo, que presenciaba la lectura del bando para dar más autoridad al acto, apenas tuvo el tiempo justo para huir del tumulto por la Calle de Las Monjas y refugiarse en la casa, medio ruinosa, del antiguo Colegio de la Compañía, herido de una pedrada en la cabeza. Ya en el refugio supo con espanto que los soldados que lo acompañaban no tenían cartuchos... El motín, en que el grueso de los manifestantes lo componían los indios, iba creciendo por momento, en forma cada vez más amenazante, frente al vetusto edificio, en actitud de asaltar el refugio del doctor Peredo para echarlo de la ciudad, según era el grito de los tumultuarios, que en tanto habían prendido fuego al edificio, sin que la pequeña escolta pudiera hacer nada para defender al cuitado, pues fue literalmente arrollada por la plebe; ni los vecinos protegerlo, ya que todos de miedo cerraron sus puertas, ni las autoridades de la ciudad fueron capaces de hacer valer su prestigio para libertarlo, porque nadie entendía a nadie y la multitud enfurecida nada respetaba. Es lo cierto que el doctor Peredo apenas pudo sostenerse en su refugio la noche del 23, pues, al día siguiente por la mañana, la multitud ebria que había estado vigilando la cuadra para que el refugiado no se le escapase hacia Popayán, lo sacó a la fuerza, y como intentase la fuga por el camino de Catambuco, fue alcanzado en este pueblo, al pasar una quebrada, por los indígenas enloquecidos de rabia y el indio Naspirán, que era un gigantón que hacía de cabecilla, le dio muerte violenta con una púa y luego a garrotazos la chusma sació sus instintos feroces sobre el cadáver ».
El espíritu de rebelión, que a la manera de un agitado pleamar revolucionario caminaba sobre la geografía del Reino, adquirió sus mayores dimensiones cuando los comuneros del Socorro, en su avance hacia Zipaquirá, se enteraron de la partida del Visitador para Honda y sospecharon que pretendía llegar al Magdalena para reunirse con el Virrey en Cartagena. A fin de detenerlo, Berbeo designó un contingente de tropas comuneras y acatando las exigencias de los sublevados le otorgó su mando a un joven charaleño, quien se había distinguido en los últimos tiempos por su vigorosa personalidad de caudillo y la devoción con que defendía las aspiraciones de los desheredados: José Antonio Galán.
Quien así comenzaba su trágica carrera de personero del pueblo, era hijo del gallego Martín Galán y de Paula Francisca Zorro, nativa de la tierra. Prácticamente nada se sabe con respecto a su infancia y juventud y todavía se discute si Galán era mulato o mestizo. Cuando en los Archivos del Colegio de San Bartolomé, que fuera regentado por los jesuítas, se halló un registro con el nombre de José Antonio Galán, se supuso inmediatamente que se trataba de un homónimo, porque el origen racial de Galán no permitía convenir en que se le hubiera admitido en un establecimiento para cuyo ingreso se requería, de acuerdo con las costumbres y regulaciones oficiales de la época, presentar el debido expediente de "limpieza de sangre". No se tuvo en cuenta, a fin de efectuar una investigación más cuidadosa, que dichas regulaciones se burlaban con frecuencia, como lo prueba el caso de algunos próceres de la República, quienes ingresaron en el Colegio de San Bartolomé, en los últimos años del régimen colonial, hallándose en las mismas circunstancias de Galán.
La personalidad del jefe comunero constituye, curiosamente, algo así como una brújula que permite seguir el sentido de orientación de nuestros estudios históricos. Esta particularidad puede apreciarse en el hecho, bien significativo, de que al tiempo que nuestros cronistas e historiadores tradicionales han realizado esfuerzos exhaustivos para investigar los antecedentes de una cantidad de personajes sin mayor importancia para la nacionalidad, la infancia y juventud de Galán, después de tantos años, se desconoce por completo y sólo en épocas relativamente recientes se le comenzó a tratar con respeto y a otorgar la debida importancia a su participación en el movimiento comunero. Todavía los historiadores clásicos de la época republicana, como José Manuel Restrepo y José Manuel Groot, se refieren a Galán despectivamente y como si se tratase de un bandido. De esta manera consiguió perpetuarse por mucho tiempo en nuestra historia el odio de la oligarquía criolla contra el caudillo que en el curso de la revolución comunera, como vamos a verlo, se negó a permitir que el magno acontecimiento se redujera a una controversia sin importancia entre los magnates criollos y las autoridades coloniales y le dio al conflicto los alcances y desarrollos de una revolución social. Por eso va a subir al cadalso en medio del silencio y de la complicidad de los magnates de la oligarquía criolla, quienes estaban dispuestos a exigir "libertades" para ellos, pero no toleraban que se discutieran, como lo hizo Galán, sus derechos de dueños de los esclavos, de poseedores de los grandes latifundios y de únicos beneficiados con la explotación del trabajo de los indios.
Como nuestra historia escrita se ha mostrado tan poco interesada en los sufrimientos de nuestro pueblo y son tan escasas las páginas que ha dedicado a las hazañas de sus voceros, hoy sólo se sabe, de la juventud de Galán, que por su carácter indisciplinado y los conflictos que provocó en Charalá, su pueblo nativo, fue reclutado forzadamente y enviado a Cartagena, donde se le incorporó al famoso batallón de "pardos", denominado "Fijo". En sus filas obtuvo lo galones de cabo y de sus cuarteles se escapó cuando comenzaban a producirse las primeras manifestaciones de descontento de los pueblos contra las medidas fiscales del Visitador Gutiérrez de Piñeres. Sus conocimientos en materias militares, el hecho de saber leer y escribir y la manera resuelta como solía defender los intereses de los indios y de todos os oprimidos, explican el rápido ascenso de su popularidad, no bien estalló, en la provincia del Socorro, la revolución comunera.
Galán se separó, en las proximidades de Zipaquirá, del grueso de las fuerzas comuneras y seguido del contingente que le había confiado Berbeo, se encaminó a la villa de Facatativá. Aunque la captura del Visitador era su misión oficial, Galán perseguía objetivos de mayor alcance y la perspectiva de apresar a Gutiérrez de Piñeres, para que fuese ultimado por las multitudes, no despertaba realmente su entusiasmo. El tenía la convicción de que el movimiento comunero sólo podía triunfar si se transformaba en una revolución social que despertara de su letargia a los sectores populares de la sociedad colonial, y ello explica su poca inclinación a permitir que los sublevados agotaran sus energías en fáciles empresas de represalia. En el estandarte que portaba su pequeña tropa hizo la divisa que resumía sus aspiraciones y sería símbolo de su conducta a lo largo de la revolución comunera: « ¡Unión de los oprimidos contra los opresores!».
El caudillo comunero dominó fácilmente la resistencia que le ofrecieron las autoridades en Facatativá y dueño de la villa convocó a los indios de las vecindades y los incitó a rebelarse contra el gobierno, a fin de recobrar las tierras de sus Resguardos y no pagar tributos. El indigenismo adquirió en boca de Galán el sentido de una protesta revolucionaria de la raza oprimida y al conjuro de su voz los indígenas recobraron el orgullo de su sangre y se aprestaron a sacudir el yugo centenario. Así lo demostraron cuando se aproximó a Facatativá un destacamento militar enviado por las autoridades de Santafé para contrarrestar las actividades de Galán. En el informe enviado al General Miranda se relata que, al encuentro de ese destacamento, "les salieron todos los indios, indias, mestizos, mulatos y hasta los muchachos, armados de piedras, palos y cuantos instrumentos toparon y estrechándolos entre dos vallas los obligaron a una sangrienta defensa".
Victorioso Galán en esta acción y dueño de las armas que portaban las tropas de la capital, confió el mando de la Villa a autoridades populares y partió para Villeta, donde fácil mente arrolló la escasa resistencia que se intentó oponerle. En Guaduas hizo repartir, entre el pueblo, los bienes de los principales señores de la oligarquía local, sin excluir los del alcalde don José Acosta, y a continuación avanzó hacia el valle del Magdalena, su futuro campo de operaciones.
Galán no se esforzó, sino todo lo contrario, por capturar al Visitador, de manera que éste pudo escapar de Honda mientras el comunero, perseguía objetivos distintos de los señalados por Berbeo en sus instrucciones. A lo largo de su marcha hacia Ambalema, los pueblos se levantan y una estela de grandes conmociones marca la ruta libertadora del Comunero. La gleba de los campesinos desposeídos se apodera de las tierras de las grandes haciendas, los cosecheros se amotinan contra los administradores de los latifundios tabacaleros y el asalto a los depósitos del estanco del aguardiente es seguido por orgías populares, inevitables en todo proceso de insurgencia democrática. La revolución social, con sus grandezas y sus crueldades, sus virtudes y sus delitos, ilumina con sus llamas rojas la ruta triunfal del gran caudillo de los desheredados.
La sublevación llega a su momento culminante cuando Galán toma la ruta del norte y en la provincia de Mariquita, el gran centro minero, lanza el grito que va a conmover a todo el Virreinato: ¡Se acabó la esclavitud! La conmoción revolucionaria es inmensa; los negros se rebelan, las cadenas se rompen, las minas se paralizan, los depósitos de plata son asaltados por los esclavos y los capataces y los propietarios tienen que huir para salvarse. Después de algunos días de desenfreno, la innata alegría de la raza negra consigue suavizar las violencias de la revolución y los gritos de venganza se pierden entre los festivos aires del "currulao", a cuyo son bailan centenares de negros embriagados por la alegría de la libertad.
Las noticias de lo ocurrido en Mariquita vuelan hacia Antioquia y allí los mineros criollos y españoles deben enfrentarse a las primeras manifestaciones de rebeldía de sus cuadrillas de esclavos. En informe, destinado a las autoridades de Rionegro, dice el alcalde de Medellín, don Juan Callejas: «Habiéndose dado aviso de que los negros esclavos de esta ciudad intentan sublevarse y proclamar la libertad, usando de la fuerza por medios bárbaros y crueles, he procurado indagar la certeza de sus intentos y habiendo logrado saberlos, también pude averiguar que los de la jurisdicción de esta villa con los de Ríonegro habían sido solicitados para el mismo fin, y que todos tienen acordado día para unirse y ejecutar sus designios... El proyecto de estos malvados es matar a sus amos, y de consiguiente a todos los blancos, quemar los papeles de los archivos del Cabildo, proclamar la libertad y hacerse dueños de todo... Así, no dudo procederá con aquel celo y vigilancia que piden tan urgente necesidad; y porque no tengo lugar para más, se ha de servir V.M. pasar inmediatamente esta noticia de mi orden a las justicias de Ríonegro y Marinilla».
En su avance hacia occidente Galán ha regado la semilla de la revolución y en millares de surcos, abonados por los dolores del pueblo, ha comenzado a brotar una eflorescencia de selva primaveral. La sublevación se ensancha como un inmenso incendio y el nombre de Galán corre de boca en boca y adquiere, en labios de los humildes, la mágica resonancia de una esperanza de redención. En su dramático informe a la Real Audiencia, dice el gobernador de Mariquita: « ¡Han enarbolado bandera! Vuestras reales armas, a machetazos, hechas astillas! Las reales administraciones robadas, yo perseguido, mi hacienda robada, la cuadrilla de negros sublevada, mi familia dispersa ».

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